Para nadie era un secreto que el dinero de Papito Siete Balas no era “limpio”. Según dicen las malas lenguas, el hombre trabajaba como sicario para un poderoso y en base a la muerte de otros infelices había acumulado una gran cantidad de dinero.
“El rico del barrio”, declaró uno de sus vecinos quien pidió no se revelara su identidad: “A to’ el mundo le resolvía, si uno tenía un problema Papito te prestaba el dinero y ni se ocupaba en cobrar. Gente así no se debe morir, total los políticos roban y no le dan a nadie”.
Y en efecto, mis negritos, todo el barrio hizo de su funeral una gran fiesta. Papito lo había pedido: quería ron y cerveza en su entierro. Que un grupo de mujeres bailara encima de su tumba, que su gente celebrara su vida, aun en la muerte. Y eso hicieron los habitantes de La Esperanza, una fiesta que duró hasta el amanecer, entre llantos y alabanzas al que se fue. Al héroe del barrio que se iba y los dejaba a todos en la miseria.
Un total de 33 tiros al aire en su honor (la edad de Jesucristo al momento de su muerte) rompió con la quietud del cementerio y anunció que la fiesta iba para largo.
Alrededor de 25 motores —ya que antes de ser sicario el difunto se ganaba la vida como motorista—, hicieron piruetas en su honor y siete bocinas llevaron la música al camposanto y lograron que hasta los muertos movieran el esqueleto.
Texto original en Ventana, Listin Diario: ¡Ay, Papito!