Todos los policías allí presentes se burlaron y le dijeron que era un “mamita”. Que si a él le faltaban pantalones para enfrentar a su mujer, que les avisara para ellos prestárselos.
—Mi hermano, a la mujer que me ponga un dedo encima le parto su cabeza. Desapendejese y hágase hombre. Que usted es un macho—, le aconsejó uno de los presentes.
Pero, queridos negritos, nuestro Fello no quería maltratar a su esposa. ¿Cómo iba a golpear a la madre de sus hijos? Él solo quería que la arrestaran para darle un pequeño susto o que llegaran a un acuerdo.
Nunca vio nuestro Fello a su padre golpear a su madre. “A la mujer no se le pega ni con el pétalo de una rosa”, recordaba nuestro protagonista mientras su esposa lo golpeaba con una olla a presión y le decía que era un bueno para nada, que eso le pasaba por casarse con un vendedor de batatas.
Por eso Fello se sentía hasta culpable. La venta en esos meses no estaba buena y la cosecha se pudrió. A su mujer no le gustó la sugerencia que él le hizo de ir a trabajar a una casa de familia para ayudar con los gastos.
A partir de ahí empezó todo. Cuando fue a la Fiscalía la primera vez la vergüenza le carcomía la cara.
—Van a creer que soy pájaro o un mamita—, pensaba Fello mientras entraba a la sala de denuncias.
Por eso, nunca regresó a ese lugar a poner otra queja. Prefiere ahogar sus penas en alcohol a escuchar de nuevo la palabra “mamita”.